sábado, 4 de octubre de 2008

El Guarda Nuestras VIdas


Cuando el hombre cayere, no quedará postrado,
porque el Señor sostiene su mano”.
(Salmo 37:24)

Llevaba una vida tranquila, aparentemente “todo” estaba bien: un esposo que me amaba, un bebé precioso, una familia estupenda, buenos amigos, y una “salud fuerte y estable”. Todo iba bien hasta que decidí ir al médico por insistencia de Christian, mi esposo. Después de algunos exámenes, el 14 de noviembre de 2006 ocurrió algo que derrumbaría mi mundo, ese día me diagnosticaron cáncer de mama. Sí… algo que jamás hubiera imaginado que me pasaría,… a mí…¡que siempre creí tener el control de todo lo que hacía! Yo sabía que Dios tenía el control, pero en la práctica no era totalmente lo que yo sentía o hacía.

Después de una serie de exámenes pre-operatorios, el 4 de diciembre del mismo año me operaron y me hicieron una mastectomía radical. Era la única manera de acabar con el cáncer; pues estaba en su etapa inicial. Por entonces sentía que había entrado en un túnel muy oscuro, pero no sabía que lo más difícil iba a venir. Empecé la quimioterapia en enero de 2007. Al principio, me sentía bien; pero poco a poco veía cómo mi cuerpo se transformaba. Me ví sin fuerza alguna. La quimio provocó en mí efectos secundarios devastadores. No sólo acabó con las posibles células cancerígenas que podrían haber quedado en mi organismo, sino también con las células buenas. Cada sesión de quimio me dejaba hecha polvo. No podía comer, ni beber; sin fuerzas para caminar. En el brazo izquierdo ya no había donde poner la quimio, pues mis venas estaban “quemadas”. El brazo derecho necesitaba rehabilitación, debido a la mastectomía. La piel la tenía prácticamente quemada, sin uñas, completamente calva y… mutilada. Me veía en el espejo, y era como si frente a mí estuviera otra persona totalmente desconocida y “fea”. A veces le preguntaba a Dios algo que normalmente no se hace, aunque todo esto me impulsaba a hacerlo; sin cuestionarle, pero sí por inquietud: “¿Por qué, Dios mío?”. Pero no obtenía ninguna respuesta. En muchas ocasiones sentía cansancio y mucha tristeza, pensando que dejaría a mi familia, y en especial a mi pequeño hijo. Recuerdo que mi hijo me abrazaba, me besaba, y me decía “preciosa” justo en los momentos en que me sentía y me veía más fea que nunca. Esto me alegraba y animaba mucho.

Fueron 4 meses de quimio interminables. Al final, me quedé cansada, sin fuerzas, golpeada. Sentía que había librado una guerra terrible. Desde que empecé a transitar por ese túnel oscuro, siempre Dios estuvo conmigo. No sólo dándome fuerzas, sino también el apoyo de mi familia. Sé que el cáncer de mama no es lo peor que existe. Hay enfermedades y circunstancias verdaderamente terribles. Pero cuando te toca directamente, te golpea tanto a ti como a los tuyos, aunque no quieras.

Cuando terminé la quimio empecé otro tratamiento con Herceptín. Gracias a Dios que no causaba los efectos secundarios de la quimio; pero seguía muy agotada debido a tanto fármaco en mi cuerpo. Además, me quedé menopáusica siendo joven y con 10 kilos de más por los productos químicos. Esa era mi situación física.

Entonces, sucedió algo inesperado. Quedé embarazada. No lo podía creer. Ni siquiera imaginar. Tanto Christian como yo estábamos felices, y a la vez sorprendidos. Nos preguntábamos qué sucedería ahora.

Cuando se lo comenté a la oncóloga, no daba crédito a lo que yo le decía. Pues, según su experiencia, era imposible que yo hubiera quedado embarazada. Me sugirió que sería conveniente interrumpir el embarazo, ya que no se sabía con certeza cómo le afectaría al feto el tratamiento que se me estaba aplicando. La respuesta que le di fue que confiaba en que Dios haría un milagro en la vida del bebé. Así pasaron algunas semanas, y al principio todo transcurría con normalidad. Pero cuando cumplí 20 semanas de embarazo, en una ecografía, detectaron que el bebé no tenía líquido amniótico, lo cual era algo muy grave pues comprometía el desarrollo normal de sus órganos internos. Esto fue causado por el tratamiento que me estaban aplicando. Los médicos no sabían cómo actuar. No disponían de informes debido a que era el único caso que se conociera a nivel mundial de una mujer con tratamiento de Herceptín embarazada. Lo único que sabía el cuerpo médico es que la vida del bebé estaba en peligro. Finalmente me pusieron en un dilema terrible: yo tenía que escoger entre mi vida o la del bebé. Según decían, era necesario detener el tratamiento para que el bebé siguiera viviendo. Yo ya llevaba catorce sesiones de las dieciocho que me debían aplicar. Ellos opinaban que yo era la prioridad, y que debía continuar con el tratamiento; pues si lo dejaba tendría un mayor porcentaje de que el cáncer volviera a reproducirse en un futuro. Recuerdo que cuando el ginecólogo me dio a escoger entre la vida de mi bebé o la mía me quedé sin aliento, con el corazón encogido. Me dijo que lo pensara con calma. Pero yo ya lo tenía decidido, y en ese momento le dije al doctor que seguiría con el embarazo a pesar de los riesgos. Mi esposo y yo estuvimos buscando el consejo oportuno de pastores amigos. Realmente fueron días muy duros. Únicamente dependíamos de la mano de Dios, debido a que a partir de ese momento mi embarazo fue considerado de alto riesgo. Los médicos no garantizaban si el bebé nacería con vida o con algún problema en algunos de sus órganos internos. A pesar de ese margen de incertidumbre, el bebé seguía creciendo con normalidad. Incluso, el ginecólogo estaba sorprendido de que el bebé se moviera tanto a pesar de no tener líquido amniótico. Según sus propias palabras: “el bebé está luchando por su vida”.

Semanas después, me llamó la oncóloga y me dijo que se había reunido un comité de médicos para ver mi caso. Tras consultar a diferentes especialistas y analizar múltiples informes, aprobaron la decisión de dar continuación al embarazo creyendo que las catorce sesiones de tratamiento podían ser suficientes. Esto, para nosotros, fue sólo una confirmación de lo que ya habíamos decidido, pues teníamos la certeza de que Dios iba a guardar la vida del bebé y la mía. Transcurrido un tiempo, una de las ecografías de control mostraba lo que nosotros esperábamos: el líquido amniótico era normal y el bebé estaba fuera de todo peligro. En el momento de sentir los resultados le di gracias a Dios sin parar de llorar. Una vez más pude ver a Dios actuando en nuestras vidas.

El 16 de junio del 2008 nació mi pequeño Gabriel, cuyo nombre significa “Dios es mi fuerza” o “aquel que ha sido fortalecido por Dios”. Realmente sólo Dios pudo hacer que Gabriel siguiera viviendo a pesar de sus circunstancias. La pediatra finalmente confirmó lo que nosotros ya sabíamos por fe: todos los análisis mostraban que la salud del bebé no había sido afectada por el tratamiento, sino que era perfecta.

En momentos de debilidad, cuando me sentía caer en un abismo, Dios siempre estuvo para sostenerme. Todo ese tiempo me sentía como en el taller del herrero. Me sentía como el metal sobre el yunque, allí, en su taller, cara a cara con Dios, quebrada, molida…Me dí cuenta que no tenía otro lugar donde ir. Su yunque me hizo ver quién era yo y quién era Él. Cada golpe transformaba mi cuerpo y mi alma.

A nadie le gustan los golpes, y de hecho preferiríamos evitarlos; pero a veces son necesarios para transformarnos conforme a su voluntad. Su Palabra nos dice:

“En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba nuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo”. (1Pedro 1:6-7)

Me imagino que muchas veces te has preguntado: ¿Por qué a mí? ¡Cuántas veces hemos pasado de una circunstancia difícil a una peor!... Realmente nos alegramos mucho cuando vemos la luz al final del túnel, y al llegar allí nos damos cuenta que al final del mismo se inicia un desierto... y terminamos pensando que Dios nos lleva de prueba en prueba, y no nos percatamos que en medio de ellas está Su Gloria, aunque parezca extraño, preservándonos, guardándonos y enseñándonos. Pero ocurre que al estar allí las circunstancias son tan “difíciles” que no vemos que realmente Él nos lleva de gloria en gloria.

Si estás atravesando una situación difícil y no ves la salida, ya sea que estés pasando por alguna enfermedad o tal vez sientas que la tristeza no te deja ni respirar,…¡aférrate a su mano! Él nunca te dejará. Aún en medio de la tormenta te dará esa paz que sobrepasa todo entendimiento. Confiemos en lo que nos dijo en su Palabra:

“Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán, cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti. Porque yo Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador…” (Isaías 43:2-3).

En los momentos más difíciles y tristes de mi vida, siempre vi la mano de Dios sosteniéndome. Así, como su gracia inagotable, fue una travesía muy dolorosa la que me tocó vivir; pero siempre supe que Él estaría allí para ayudarme, y no solamente a mí, sino a cada uno de los que amamos…
Grisel Amoretti