domingo, 19 de julio de 2009

Historia de unas chanclas

Una calurosa mañana de Agosto, íbamos mi esposo y yo a la playa para darnos un remojón y tomar un poco el sol. Estábamos en la estación de Gracia para ir a Castelldefels; cuando me dispuse a subir al tren, se me enganchó una de esas chanclas de plástico que se meten entre los dedos, cayendo entre el andén y la vía. Como la gente casi te metía al vagón a empujones, allí estaba yo medio estupefacta; el tren en marcha y una chancla sí y otra no. Así nos sentamos, y yo le comentaba a mi esposo el cómo iba a ir a la playa y luego volver a casa medio descalza; y en medio de mi agobio, una chica que estaba sentada frente a nosotros y nos estaba escuchando, además de verme con esa pinta, se dirigió a mí y me dijo que ella iba a Castelldefels a trabajar y que llevaba unas chanclas para ponérselas en el trabajo, que si no me importaba, ella me las dejaba.
Yo no salía de mi asombro y gratitud a Dios por su provisión en algo de tan poco valor, pero en ese momento, necesario para mí.
Yo acepté agradecidísima, y le dije que como podría devolvérselas; también le dije que éramos cristianos evangélicos, a lo que ella me contestó que también lo era, que en Bolivia (su tierra natal) asistía a la iglesia, pero que aquí no había podido hacerlo por no encontrar ninguna. Le di la dirección y el Domingo por la mañana estaba en la iglesia a la que acudió con regularidad cuando el trabajo se lo permitía, hasta que volvió a su tierra donde tenía esposo e hijos.
Ahora que estoy recordando aquel episodio, no puedo dejar de elevar una oración a Dios por esta hermana, que se dejó usar por el Señor de una forma tan simple, para bendecirme. ¿Casualidad? ¡No! No existen casualidades para los hijos de Dios.

Mª Rosa Heredia

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